jueves, 24 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 – 1914) 5ª Parte



 
--La semana próxima esperamos terminar este capítulo XV del libro de Checkland, donde incluiremos  el interesante prólogo del libro.
La conferencia sobre el muelle de Tharsis en las Jornadas de Aljaraque, interesante. Interesante también los contactos que mantuvimos allí. Y que tantas personas, de distintas procedencias y menesteres, se interesen por nuestra historia minera y dispuestas a compartir sus conocimientos.--


La Compañía soportaba el incremento de precios hasta que la situación de emergencia terminaba. Por esto, en los tiempos de escasez de alimentos las demandas de aumento de salarios eran previstas.

Durante la Guerra de Cuba (Abril-Octubre de 1898) el precio del pan subió muchísimo (más del doble entre 1897 y 1898). Esto hizo temer que hubiera algún clamor general y disturbios. La Compañía subsidió el pan y otros alimentos básicos fijando su precio, en un nivel no muy por encima de su precio normal. Por otra parte, el intento hecho en América de monopolizar el trigo fracasó, y entonces el precio cayó.

De cuando en cuando fue necesario purgar los pueblos de indigentes. Viejos e incapacitados trabajadores, un incrementado número de mendigos, y un crecimiento en el número de viudas ocupantes de las casas de la Compañía hicieron esta tarea necesaria. La Compañía conocía por su experiencia que si tales orígenes de malestar eran permitidos, se producía la desestabilización de todo el pueblo. “Tharsis, -escribió el directivo Rutherford, director desde Glasgow-, no es un centro de recreo o un lugar de residencia para mujeres indigentes, sino un campamento de mineros”. En consecuencia, pequeñas subvenciones fueron pagadas al viejo o incapacitado para establecerse en otra parte. Mendigar fue abolido, unas veces por el premio de “socorro”, y otras cerrando herméticamente la política de viviendas. Fue una tarea desagradable.

El alojamiento fue un problema crónico. La Compañía, al igual que las autoridades públicas, llevaban este asunto con lentitud. Sus casas, construidas bajo unos estándares mínimos y sometidas a una seria superpoblación, se deterioraban. Los aceptados estándares convencionales, especialmente después del siglo diecinueve, tendían a subir, produciendo que los pueblos aparecieran aún más escuálidos. La demanda de trabajo en la Compañía podía variar considerablemente a lo largo de los años, con el resultado de que en poco tiempo las condiciones de alojamiento se podían deteriorar rápidamente.

El que estuvo bien alojado no hizo declaraciones pública de sus circunstancias; los mal alojados podían, sin embargo, alzar la voz. Estas últimas familias parece que eran particularmente numerosas: “Cuanto más pobres son, - se quejaba el primer Rutherford-, más hijos parecen tener”.  Los aldeanos podían, a duras penas, solucionar los problemas de las viviendas por ellos mismos, aunque unos pocos  “okupas” lo intentaban de cuando en cuando.

La “Sociedad de Enfermos” podía conducir a fingir enfermedad. Cualquier recurso para beneficio del enfermo, especialmente si estaba a cargo de niños, podía  fácilmente llegar a una cantidad que hacía la asistencia al trabajo poco atractiva. Los doctores españoles de la Compañía, bien por simpatía o por dejadez, fueron marcadamente más generosos que sus colegas escoceses.

Este sistema general de comportamiento de los aldeanos fue malo para ambas partes. Hizo a la dirección arrogante, o por lo menos se hizo un muy mal concepto de la capacidad social de sus empleados. Hizo a los aldeanos irresponsables, pues, lejos de tratar de realizar sus turnos de trabajo,  cuando se les presentaba una oportunidad consideraban que eran explotados y acosados en el trabajo. Esto provocó a los Ayuntamientos de Alosno y Calañas, e incluso un celoso y animoso Alcalde fue a las Oficinas para atacar a la Compañía por su fracaso en proporcionar mayores facilidades a los trabajadores.

En parte, a fin de escapar de este dilema, Verel, el director general (1883-98) volvió, de forma muy limitada, a una nueva fórmula del principio de autoayuda. En 1895 se crearon los Clubes de los trabajadores, y en 1896 fueron establecidas almacenes de cooperativas para reemplazar los almacenes de la Compañía. Todos se dieron prisa en adherirse para beneficiarse. En un principio el esquema funcionó bien. El director fue felicitado desde Glasgow por el comportamiento de los trabajadores: “al papel de su temperamento y aguante para los unos con los otros”. Pero no fue mucho antes de que las energías políticas de los hombres, que tenían negadas cualquier otra salida por el estado general de las normas españolas, se concentraran, sobre todo en las Cooperativas.

Los comités de dirección fueron disputados por los disidentes; grupos que venían a ser, casi partidos políticos, se levantaron, y el director tuvo constantemente que intervenir, purgando los minutos de reuniones de polémicas, y tratando de  asegurarse la elección de directivas que hicieran funcionar la Cooperativa eficientemente, en vez de reducirla a un círculo de discusiones de partido.

Inevitablemente, un grupo de trabajadores se identificó con los intereses de la Compañía, así pues se hicieron un blanco fijo de las críticas. Una de las líneas favoritas de ataque fue reclamar para que la cooperativa se deshiciera de los dividendos, que  los precios debían ser bajados de inmediato en función de la magnitud de los dividendos. Por 1904 hubo una presión firme sobre la Compañía para que dejara disponible tierra de pastoreo a fin de que un grupo de trabajadores pudieran entrar en el negocio del pastoreo.   Por esa época, William Rutherford I, quien había sucedido a Verel en 1898, llegó a alarmarse, “se traen muchas cosas entre manos”, escribió, “me temo que están decididos por convertirse también en socialistas y más tarde querrán trabajar en las minas sobre un sistema tributario”.

Hacia 1913 fue advertido sobre la sociedad cooperativa de La Zarza. “Sus líderes son muy fuertes, y se sienten firmes entre nosotros”. Así que la Compañía, inquieta, se hizo consciente de la inevitable e invariable tendencia en el mundo moderno,  de pasar de la docilidad a la reivindicación. Incluso los trabajadores antiguos, aunque sin organización sindical efectiva, habían aprendido como hacer protestas en la industria, tanto si se agotaba la peligrosa dinamita, el explosivo para la pirita, como los equipos de seguridad.

Contra la incipiente tendencia hacia una mayor articulación por los trabajadores, la Compañía hizo lo que pudo para crear un ambiente de lealtad y aceptación. Es cierto que los dividendos de la compañía en los primeros cincuenta años de su existencia, antes de 1914, fueron muy grandes. Pero tuvieron muchas fluctuaciones, principalmente con el precio mundial del cobre. La Compañía sabía que estaba acercándose el fin de sus recursos de cobre, así es que difícilmente podía contemplar una subida en la escala de salarios u otros beneficios sociales que no pudieran ser mantenidos. Además se realizó una dura política de ahorro para conseguir reservas especiales y prevenir contra la llegada de épocas de pocos beneficios. El plan de desarrollo futuro fue cuidadosamente estudiado, de manera que los empleos estuvieran disponibles en los tiempos malos, y en los buenos.
 
La Compañía empleó a los hombres en tareas de mantenimiento en lugar de darlos de baja, y estuvo siempre en grave peligro de dañar su propia eficiencia, pues los trabajadores muy pronto reclamaban un gran número de hombres para realizar simples tareas.

Charles Tennant, en su mejor época, tuvo siempre un buen conocimiento práctico de la Compañía. La verdadera responsabilidad, aparte de las cuestiones de alta política, recaía en el director general, o después de 1916, en el director administrativo. Cada año viajaba desde Glasgow para hacer su visita a las minas, para buscar respuesta a las muchas preguntas que tenía almacenadas en su cabeza, para reorganizar, él mismo, con un gran sentido profesional, los trabajos y los pueblos, y para hacer visible la última sanción sobre la cual toda norma descansaba.

Pero la mayoría del tiempo lo pasaba en la oficina de Glasgow, trabajando con cartas, planos e informes de la mina, enviando una corriente continua de cartas y telegramas alrededor de las cuáles giraban las energías de la dirección y sus empleados de la mina. Este sistema, por su gran lejanía, adquirió fuerza, el director general no estuvo afectado por el clima español y estuvo libre de las frustraciones de las minas y los pueblos. Por otra parte, él estuvo en contacto con otros industriales británicos y hombres de negocio, conociendo qué se estaban haciendo en otras empresas mineras, en los mercados de productos de la Compañía, y en la más amplia esfera  económica y política. No menos importante era el hecho de que desde su muy lejano lugar de acción, él tuvo una mayor influencia sobre los políticos españoles, tanto al nivel de la provincia de Huelva como al más alto nivel de Madrid.

El primer Rutherford (director general 1898-1913) tuvo un entrañable y sincero interés en la vida de los aldeanos. Él sabía cómo llamar la atención de los sentimientos con las acciones. Utilizando la visita de los directores, sobre cada dos años, como una gran ocasión en la cual todo el ánimo era puesto en escena. El coche especial del presidente era sacado desde las cocheras resplandeciendo su metal, y era enganchada a una inmaculada locomotora.

Cuando el tren llegaba, una serie de cigarros puros eran obsequiados, en una cuidadosa escala de graduación a conductor, fogonero y jefes de estación. Era dispensada mucha hospitalidad, y se daban felicitaciones a quienes habían servido bien a la Compañía.

No es fácil reconstruir el estado de ánimo de los directores, llevando como ellos hacían la gran responsabilidad de crear y operar un muy gran complejo minero y metalúrgico en España. Había poco reconocimiento en Gran Bretaña al esfuerzo que habían estado realizando para el crecimiento de la industria.  
 

Continuará...

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