jueves, 31 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 - 1914) Y 6ª Parte

 

El Capítulo XV al completo lo tenéis en nuestra Web. Aquí

A finales de los años ochenta (s. XIX) hubo acusaciones de que los directores británicos tenían la costumbre de considerar la propiedad de la mina como sus propios dominios, y de no tomar verdadero interés por los efectos sociales de lo que estaban haciendo. Fueron comparados desfavorablemente, por algunos críticos, a sus colegas alemanes. Y acusados de dedicar mucha menor atención al alojamiento, calidad social, y entretenimiento que debían haber ofrecido. Un directivo, después de una visita a las minas en una época de desempleo, deseó hacer un reparto de dinero; el director general tuvo que quitarle esa idea en el acto, ello podría haber alterado el orden establecido y generado serios disturbios en las delicadas relaciones entre la dirección y los trabajadores. En RioTinto el sistema escolar empezó, pero no a cargo de la propia Compañía, sino con cargo a los gastos personales del presidente Hugh Matheson.  Para demostrar al personal la necesidad de la enseñanza y probar con la experiencia de que era apreciada,  tuvo que organizar una escuela antes que la Compañía asumiera el cometido. Matheson también luchó duro y mucho, para persuadir a su colegas de RioTinto de que no se debería trabajar en domingo.

Hubo demasiadas acusaciones de que los directores británicos  fallaron en apostar más por la formación en la minería británica, esa falta de vigor que deberían haber tenido, denunciaban, es lo que ha permitiendo a los ingenieros de minas alemanes, con sus acertadas ciencias y su adiestramiento técnico, sobrepasar al británico.

Inactiva hasta al menos terminados los 80 del (s. XIX), la formación minera en Inglaterra estaba en peligro de convertirse en una mera introducción a la formación que se llevaba a cabo en el continente. La "Real Escuela de Minas", evolucionada desde las "Prospecciones Geológicas", fue creada en 1851 para impulsar la explotación de los recursos mineros de Gran Bretaña y las colonias, aunque hizo también notables contribuciones a la ciencia a través de Playfair, Huxley, Tyndall, Hofman y otros, y contribuyó mucho al debate en la educación científica y técnica, su futuro estaba todavía en el aire a finales de los 70 del (s. XIX).

No contribuyó realmente a la ingeniería minera en ninguna escala de valores hasta muy a finales del siglo diecinueve, con la atención dirigida a Malasia e India. La Escuela de Minas de Camborne, en Cornwalles, se constituyó desde distintas iniciativas en los años 50 (s. XIX) y se fusionaron en 1909. Se hizo buen trabajo en la educación de los mineros, pero fue verdaderamente pequeña la contribución a la ingeniería de minas.

Grandes sin embargo, fueron los esfuerzos de la Compañía para anticiparse a los intentos de organización sindical, que no eran posibles paralizar: mediante visitas del presidente, con el mantenimiento del empleo incluso en los malos tiempos, y con la negativa de un lugar de reunión para los agitadores.

Hubo tumultos entre los obreros de los hornos de RioTinto en 1888; allí los intentos de huelga habían sido anteriores. Las primeras huelgas en Tharsis (desde 1873) vinieron en Junio y Julio de 1900, la primera duró ocho días y la segunda doce. La Compañía encontró toda la cuestión de la organización de trabajadores y la agitación demasiado inflamable incluso para permitir sus debates. Una petición para usar la escuela de Corrales para una conferencia sobre los asuntos de cooperativas y huelgas, fue rotundamente rechazada. En lo referente a las huelgas, dijo William Rutherford I, “Lo menos que se use la palabra mejor para los trabajadores”. Pero tal resistencia, todo lo más, retrasó lo inevitable. Algunos trabajadores probaron a resolver sus problemas emigrando a Brasil y a Argentina.

Por 1912 el unionismo sindical verdaderamente había llegado. La Unión de trabajadores del Ferrocarril, los "Ferroviarios", fueron muy activos; incluso hicieron una huelga general de ferrocarriles en 1912 amenazando con hundir el país en la anarquía. Habían reclutado el 29 por ciento de los trabajadores de la Compañía de Tharsis. Su objetivo era aumentar la escala de salarios y las condiciones de empleo, pero fue también fuertemente sindicalista, preparándose para el día en que una huelga general podría ser proclamada y tuviera que intervenir el estado.

Siempre que no se recurriera a la violencia, estas huelgas fueron (desde 1881) completamente legales. La Unión de Ferroviarios no se limitó a los trabajadores del ferrocarril sino que enroló a trabajadores de todos los estamentos. Uno de sus principales agitadores fueron los sastres en Tharsis. Los “ferroviarios” pidieron al director que despidiera al maestro de escuela de Corrales porque era "un inútil viejo estúpido, continuamente en contra de las demandas de ellos mismos desde que ingresó en la Unión".

Había habido problemas en las minas de RioTinto y Perrunal. Estos se extendieron a los centros de Tharsis. Los mecánicos y otros trabajadores cualificados de Corrales, apoyaron entusiastamente la huelga, bloquearon el muelle y el depósito. Sin embargo, en general, los trabajadores de La Zarza se mantuvieron detrás de sus líderes, en contraste con los mucho más combativos de RioTinto.

La Compañía recibió peticiones para un aumento en las pagas, una disminución de las horas de trabajo, y pensiones para los de mayor edad. En general, por la recomendación del director, las pagas fueron aumentadas y las horas fueron acortadas como premio por la lealtad. El sueldo mínimo de once reales por día fue elevado a doce, y aquellos que estaban percibiendo doce pasaron a recibir trece. El tiempo medio de trabajo por día en la Compañía paso de nueve horas y cinco minutos, a ocho horas y media, el tiempo restante se pagó como horas extraordinarias.

Nada hubo de la propuesta de pensiones, aunque la Compañía mantuvo a unos cuarenta trabajadores ancianos necesitados, con una peseta por día. Los trabajadores en La Zarza se tranquilizaron, aunque hubo algunas agitaciones en Tharsis y Corrales. La Unión del Ferrocarril fue abandonada, sus líderes fueron repudiados verbalmente y por escrito Pero esta pronto resucitaría.

FIN  DEL CAPITULO XV.  
 
Prefacio
Gran parte de este libro supone la publicación conjunta de una serie de investigaciones mías realizadas en torno a la historia de la Tharsis Sulphur & Cooper Company. Al reunirlas en un solo manuscrito, he hecho mis propias interpretaciones sobre los hechos recopilados y en muchos casos, éstas son contrarias a las opiniones compartidas por altos cargos de la compañía, especialmente de aquellos que cubren el periodo que va desde 1912 hasta el momento. Éste es el caso particular de las interpretaciones acerca de las condiciones sociales y hechos, incluyendo la guerra civil, que todavía suscitan una gran disparidad de puntos de vista. Aunque la Compañía me ha dado permiso para su publicación, se me ha insistido en que aclare que no comparte todos los puntos de vista y conclusiones que aquí expongo.
Con el fin de extraer todo el interés de la historia, la exposición se ha enriquecido ampliamente. Se expone así nociones sobre geología y química de la pirita ibérica, y los medios disponibles en las diferentes épocas para explotar sus diferentes componentes, con el propósito de que pueda resultar comprensible su potencial económico en cada periodo. No existe realmente un estudio histórico ni sobre el cobre ni el azufre: también aquí era necesario centrar el tema al respecto. El tratamiento biográfico de los hombres que han sido importantes en el desarrollo de las minas es bastante amplio, por lo que rápidamente conseguiremos una rica variedad de visiones al ponernos en el lugar de Deligny, Sir Charles Tennant o los Rutherford. Lo mismo ocurre con aquellos personajes vinculados con la química y la metalurgia de la pirita: Henderson, Claudet, Merz, MacArthur y los hermanos Forrest. Se cuestiona también la dificultad que tuvo la nueva aventura de la pirita que lideraron Tennant y sus asociados, junto con la dirección que tomaron antiguos asuntos que van a aparecer, ajenos a sus intereses en el mundo de la pirita. Se ha aprovechado también la oportunidad para valorar la contribución de Tennant al mundo empresarial en la época victoriana. La historia del proceso de Leblanc, especialmente en su última fase, veremos que tendrá una repercusión decisiva en su vida. Ha sido necesario además, subrayar aquellos aspectos de la historia de España que nos son relevantes: no existe ningún estudio sobre la historia económica de España disponible en inglés. Finalmente, se ha hecho un intento por ampliar el enfoque e introducir así algunos temas generales que resultan importantes para la obra.
A la hora de mostrar mi gratitud, tengo que señalar algunos casos especialmente; a todos aquellos con los que estoy en deuda, decirles que les estoy profundamente agradecido. Los mandos de la Tharsis Company me han dado acceso a toda la información disponible y me han ayudado de todas las maneras posibles, tanto aquí como en España. Andrew Kent del Departamento de Química, me ha dado muchos consejos valiosos, haciéndome muchas recomendaciones de utilidad y brindándome mucho ánimo. El profesor David Williams del Royal Collage of Mines, me ha hecho detallados comentarios acerca del Capítulo 2. Hubert Chalk del Departamento de Griego me ha ayudado mucho sobre el contexto histórico del mundo antiguo. Margaret Davies, Sheila Beaton y Margaret Marlow me han facilitado ayuda  administrativa. El Rvdo Dr. J. S. MacArthur me ha suministrado material sobre su padre, J. S. MacArthur. Los planos y gráficos han sido realizados por Finlay MacLennan. Mi mujer ha realizado la labor de ayudante indispensable y ha recopilado el índice. El profesor D. J. Robertson, editor general de la colección, que me ha mostrado un gran interés en la obra.
Tan numerosos y diversos son mis compromisos, que sólo puedo mencionarlos acompañados de un cálido agradecimiento: a mis colegas de la Universidad de Glasgow -Mary J. Davidson, William Forsyth, Elizabeth Jack, John Kellett, John P. Larner, Peter L. Payne, David W. Powell, Anne S. Robertson, Anthony Slaven, Robert Tyson y Nathan Warman; y a otros -John Butt, John Campbell, William C. Campbell, Mary Carnduff, profesor Juan de Mata Carriazo, Deborah Checkland, A. Gervasini, I. M. Hemstead, Lord Morton de Henryton, George Hibberd, John Hume, Sheina M. Marshall, D. Thomson McVie, Judith Sachs y R. P. Wright.
Por supuesto, ninguno de los citados es responsable de los errores que yo haya podido cometer.
Gran parte del trabajo inicial de esta obra se realizó durante mi estancia en el Institute for Advanced Study de Princeton en 1964. Agradezco al Institute y al Court de la Universidad de Glasgow por hacerlo posible. Para terminar, estoy también en deuda por el apoyo financiero necesario para la publicación de esta obra.

S.G. Checkland
Departamento de Historia Económica
Universidad de Glasgow
Septiembre, 1966

Traducido por J. Alberto Fernández.  22/09/2013

jueves, 24 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 – 1914) 5ª Parte



 
--La semana próxima esperamos terminar este capítulo XV del libro de Checkland, donde incluiremos  el interesante prólogo del libro.
La conferencia sobre el muelle de Tharsis en las Jornadas de Aljaraque, interesante. Interesante también los contactos que mantuvimos allí. Y que tantas personas, de distintas procedencias y menesteres, se interesen por nuestra historia minera y dispuestas a compartir sus conocimientos.--


La Compañía soportaba el incremento de precios hasta que la situación de emergencia terminaba. Por esto, en los tiempos de escasez de alimentos las demandas de aumento de salarios eran previstas.

Durante la Guerra de Cuba (Abril-Octubre de 1898) el precio del pan subió muchísimo (más del doble entre 1897 y 1898). Esto hizo temer que hubiera algún clamor general y disturbios. La Compañía subsidió el pan y otros alimentos básicos fijando su precio, en un nivel no muy por encima de su precio normal. Por otra parte, el intento hecho en América de monopolizar el trigo fracasó, y entonces el precio cayó.

De cuando en cuando fue necesario purgar los pueblos de indigentes. Viejos e incapacitados trabajadores, un incrementado número de mendigos, y un crecimiento en el número de viudas ocupantes de las casas de la Compañía hicieron esta tarea necesaria. La Compañía conocía por su experiencia que si tales orígenes de malestar eran permitidos, se producía la desestabilización de todo el pueblo. “Tharsis, -escribió el directivo Rutherford, director desde Glasgow-, no es un centro de recreo o un lugar de residencia para mujeres indigentes, sino un campamento de mineros”. En consecuencia, pequeñas subvenciones fueron pagadas al viejo o incapacitado para establecerse en otra parte. Mendigar fue abolido, unas veces por el premio de “socorro”, y otras cerrando herméticamente la política de viviendas. Fue una tarea desagradable.

El alojamiento fue un problema crónico. La Compañía, al igual que las autoridades públicas, llevaban este asunto con lentitud. Sus casas, construidas bajo unos estándares mínimos y sometidas a una seria superpoblación, se deterioraban. Los aceptados estándares convencionales, especialmente después del siglo diecinueve, tendían a subir, produciendo que los pueblos aparecieran aún más escuálidos. La demanda de trabajo en la Compañía podía variar considerablemente a lo largo de los años, con el resultado de que en poco tiempo las condiciones de alojamiento se podían deteriorar rápidamente.

El que estuvo bien alojado no hizo declaraciones pública de sus circunstancias; los mal alojados podían, sin embargo, alzar la voz. Estas últimas familias parece que eran particularmente numerosas: “Cuanto más pobres son, - se quejaba el primer Rutherford-, más hijos parecen tener”.  Los aldeanos podían, a duras penas, solucionar los problemas de las viviendas por ellos mismos, aunque unos pocos  “okupas” lo intentaban de cuando en cuando.

La “Sociedad de Enfermos” podía conducir a fingir enfermedad. Cualquier recurso para beneficio del enfermo, especialmente si estaba a cargo de niños, podía  fácilmente llegar a una cantidad que hacía la asistencia al trabajo poco atractiva. Los doctores españoles de la Compañía, bien por simpatía o por dejadez, fueron marcadamente más generosos que sus colegas escoceses.

Este sistema general de comportamiento de los aldeanos fue malo para ambas partes. Hizo a la dirección arrogante, o por lo menos se hizo un muy mal concepto de la capacidad social de sus empleados. Hizo a los aldeanos irresponsables, pues, lejos de tratar de realizar sus turnos de trabajo,  cuando se les presentaba una oportunidad consideraban que eran explotados y acosados en el trabajo. Esto provocó a los Ayuntamientos de Alosno y Calañas, e incluso un celoso y animoso Alcalde fue a las Oficinas para atacar a la Compañía por su fracaso en proporcionar mayores facilidades a los trabajadores.

En parte, a fin de escapar de este dilema, Verel, el director general (1883-98) volvió, de forma muy limitada, a una nueva fórmula del principio de autoayuda. En 1895 se crearon los Clubes de los trabajadores, y en 1896 fueron establecidas almacenes de cooperativas para reemplazar los almacenes de la Compañía. Todos se dieron prisa en adherirse para beneficiarse. En un principio el esquema funcionó bien. El director fue felicitado desde Glasgow por el comportamiento de los trabajadores: “al papel de su temperamento y aguante para los unos con los otros”. Pero no fue mucho antes de que las energías políticas de los hombres, que tenían negadas cualquier otra salida por el estado general de las normas españolas, se concentraran, sobre todo en las Cooperativas.

Los comités de dirección fueron disputados por los disidentes; grupos que venían a ser, casi partidos políticos, se levantaron, y el director tuvo constantemente que intervenir, purgando los minutos de reuniones de polémicas, y tratando de  asegurarse la elección de directivas que hicieran funcionar la Cooperativa eficientemente, en vez de reducirla a un círculo de discusiones de partido.

Inevitablemente, un grupo de trabajadores se identificó con los intereses de la Compañía, así pues se hicieron un blanco fijo de las críticas. Una de las líneas favoritas de ataque fue reclamar para que la cooperativa se deshiciera de los dividendos, que  los precios debían ser bajados de inmediato en función de la magnitud de los dividendos. Por 1904 hubo una presión firme sobre la Compañía para que dejara disponible tierra de pastoreo a fin de que un grupo de trabajadores pudieran entrar en el negocio del pastoreo.   Por esa época, William Rutherford I, quien había sucedido a Verel en 1898, llegó a alarmarse, “se traen muchas cosas entre manos”, escribió, “me temo que están decididos por convertirse también en socialistas y más tarde querrán trabajar en las minas sobre un sistema tributario”.

Hacia 1913 fue advertido sobre la sociedad cooperativa de La Zarza. “Sus líderes son muy fuertes, y se sienten firmes entre nosotros”. Así que la Compañía, inquieta, se hizo consciente de la inevitable e invariable tendencia en el mundo moderno,  de pasar de la docilidad a la reivindicación. Incluso los trabajadores antiguos, aunque sin organización sindical efectiva, habían aprendido como hacer protestas en la industria, tanto si se agotaba la peligrosa dinamita, el explosivo para la pirita, como los equipos de seguridad.

Contra la incipiente tendencia hacia una mayor articulación por los trabajadores, la Compañía hizo lo que pudo para crear un ambiente de lealtad y aceptación. Es cierto que los dividendos de la compañía en los primeros cincuenta años de su existencia, antes de 1914, fueron muy grandes. Pero tuvieron muchas fluctuaciones, principalmente con el precio mundial del cobre. La Compañía sabía que estaba acercándose el fin de sus recursos de cobre, así es que difícilmente podía contemplar una subida en la escala de salarios u otros beneficios sociales que no pudieran ser mantenidos. Además se realizó una dura política de ahorro para conseguir reservas especiales y prevenir contra la llegada de épocas de pocos beneficios. El plan de desarrollo futuro fue cuidadosamente estudiado, de manera que los empleos estuvieran disponibles en los tiempos malos, y en los buenos.
 
La Compañía empleó a los hombres en tareas de mantenimiento en lugar de darlos de baja, y estuvo siempre en grave peligro de dañar su propia eficiencia, pues los trabajadores muy pronto reclamaban un gran número de hombres para realizar simples tareas.

Charles Tennant, en su mejor época, tuvo siempre un buen conocimiento práctico de la Compañía. La verdadera responsabilidad, aparte de las cuestiones de alta política, recaía en el director general, o después de 1916, en el director administrativo. Cada año viajaba desde Glasgow para hacer su visita a las minas, para buscar respuesta a las muchas preguntas que tenía almacenadas en su cabeza, para reorganizar, él mismo, con un gran sentido profesional, los trabajos y los pueblos, y para hacer visible la última sanción sobre la cual toda norma descansaba.

Pero la mayoría del tiempo lo pasaba en la oficina de Glasgow, trabajando con cartas, planos e informes de la mina, enviando una corriente continua de cartas y telegramas alrededor de las cuáles giraban las energías de la dirección y sus empleados de la mina. Este sistema, por su gran lejanía, adquirió fuerza, el director general no estuvo afectado por el clima español y estuvo libre de las frustraciones de las minas y los pueblos. Por otra parte, él estuvo en contacto con otros industriales británicos y hombres de negocio, conociendo qué se estaban haciendo en otras empresas mineras, en los mercados de productos de la Compañía, y en la más amplia esfera  económica y política. No menos importante era el hecho de que desde su muy lejano lugar de acción, él tuvo una mayor influencia sobre los políticos españoles, tanto al nivel de la provincia de Huelva como al más alto nivel de Madrid.

El primer Rutherford (director general 1898-1913) tuvo un entrañable y sincero interés en la vida de los aldeanos. Él sabía cómo llamar la atención de los sentimientos con las acciones. Utilizando la visita de los directores, sobre cada dos años, como una gran ocasión en la cual todo el ánimo era puesto en escena. El coche especial del presidente era sacado desde las cocheras resplandeciendo su metal, y era enganchada a una inmaculada locomotora.

Cuando el tren llegaba, una serie de cigarros puros eran obsequiados, en una cuidadosa escala de graduación a conductor, fogonero y jefes de estación. Era dispensada mucha hospitalidad, y se daban felicitaciones a quienes habían servido bien a la Compañía.

No es fácil reconstruir el estado de ánimo de los directores, llevando como ellos hacían la gran responsabilidad de crear y operar un muy gran complejo minero y metalúrgico en España. Había poco reconocimiento en Gran Bretaña al esfuerzo que habían estado realizando para el crecimiento de la industria.  
 

Continuará...

jueves, 17 de octubre de 2013

JORNADAS DE ARQUEOLOGÍA DE ALJARAQUE


 

Esta semana aplazamos la 5ª entrega de "La vida en los poblados mineros" para informaros sobre la celebración de las XVI  Jornadas de Arqueología y Territorio de Aljaraque.

Como en pasadas ediciones, este año vuelven a celebrarse en el antiguo teatro cinema de Corrales, local perfectamente restaurado que fue construido por la Compañía de Tharsis, e inaugurado en 1954 por D. Guillermo Rutherford.

Uno de los ponentes, Antonio Luís Andivia, que ya había colaborado con nosotros, expondrá su trabajo sobre el muelle de Tharsis. “El muelle de la Compañía de Tharsis, 1871-1923. Primer muelle metálico de España destinado a la carga de mineral”.

Otras ponencias no menos interesantes se expondrán durante los tres días de Jornada.

Nos parece también muy acertada la actividad propuesta para el jueves 24, clausura de las Jornadas: una visita guiada al Museo Provincial de Huelva, donde se anuncia que se podrá contemplar las mejoras llevadas a cabo en las salas de Arqueología y de Bellas Artes. Os recordamos que el Museo de Huelva tiene piezas de gran valor encontradas en Tharsis.

Si además la participación es libre, quienes se interesen por temas históricos les resultará agradable acercarse por Corrales entre el 22  y el 24 de Octubre.

jueves, 10 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 – 1914) 4ª Parte


 

Con sus relucientes cascos y chaquetas blancas, montados sobre caballos que conducían con gran orgullo, estos escoceses en su “imperio de la colina” evocaban la idea de un Rajá no muy diferente del de la India.

Salían de caza, ocasionalmente mataban un ciervo, un jabalí salvaje, o un corzo, aunque hacia 1880 había muy pocos de estos animales.  

No iban a las colinas durante la época calurosa, como en la India, sino a las “casas de baño” de la Compañía cerca de la desembocadura del Odiel.

Estas debían de ser asignadas con el más estricto respeto a la antigüedad. Había niñeras españolas para el cuidado de los hijos, la mayoría de los cuales, cuando se hacían mayores, volvían a Gran Bretaña para su ingreso en colegios internos. Recibían una educación preliminar de un maestro escocés, absolutamente separados de los niños españoles. Estos escoceses exiliados tuvieron periódicos ingleses y revistas, una sala de billar, pistas de tenis, y más tarde, el tocadiscos. Hasta la construcción del ferrocarril de La Zarza  se desplazaron de una mina a otra en caballos.

Las damas escocesas mantuvieron en sus casas todas sus  costumbres, sin concesión o adaptación a las costumbres españoles. Esto fue recíproco; las muchachas españolas, que las damas escocesas cuidadosamente entrenaban en el manejo de la vida familiar, al regreso a sus propias casas volvían a los modos de vida de sus “cuarteles”. Realmente, era imposible para las mujeres romper con la forma de hacer las cosas en el día a día, por lo limitado de las facilidades existentes en el pueblo.

Esta tradición de segregación y paternalismo, se siguió manteniendo más o menos incuestionable por ambas partes, británica y española, hasta, al menos 1914. La primera oposición real a esta situación llegaría mucho más tarde, en los días del comienzo de la República en 1931.

La disciplina industrial tuvo que ser firme y continua; cualquier signo de debilidad de la dirección traía una inmediata respuesta de los trabajadores, especialmente entre la generación más joven, que temía menos por el futuro. En cualquier repentino conflicto podía provocarse una situación difícil.

Particular cuidado fue necesario para supervisar a listeros y almaceneros, asaltados por las adulaciones de familiares y amigos "Tales gentes", escribió el director general en un vulgar lapsus gramatical, "Ya me gustaría que se abalanzaran sobre estos hechos".

Los poblados mineros fueron, para los ingenieros de minas británicos encargados de ellos, un dilema permanente. A pesar del individualismo en que se habían establecido, ellos percibieron que una producción eficiente solamente podía existir si las comunidades de trabajadores y sus familias estaban  contentas y estables. Los pueblos debían ser lugares en los cuales no solamente las necesidades fisiológicas de las viviendas y la salud fueron cubiertas, sino en que allí hubiera algún tipo de diversión social. Pero fue imposible tender un puente sobre dos diferentes modos de vida. Fue igualmente imposible entregar la administración de los pueblos a los mismos trabajadores, por el miedo de la dirección a que esto produciría confusión y corrupción. Este dilema no fue, por supuesto, particular de la empresa Británica en España.

Apareció igualmente en Gran Bretaña en mayor o menor medida. La larga lucha en Gran Bretaña durante todo el siglo XIX, sobre el derecho al voto, tenía que ver precisamente con esta cuestión: ¿Hasta dónde se le delegaba al pueblo el poder y la responsabilidad en los asuntos de la comunidad?, o,  ¿hasta dónde llegaban los asuntos que podían ser resueltos por ellos? Pero allí estaba la gran diferencia con España, que con todas las inquietudes y actividades revolucionarias del siglo XIX, la nación en general, apenas consiguió avances en la consecución de una real autonomía respecto al poder establecido.
 
Legalmente, los poblados fueron suburbios de los pueblos adyacentes: Tharsis de Alosno, La Zarza de Calañas, Corrales de Aljaraque. Pero los Alcaldes y concejales de estos pueblos tuvieron unos ingresos bastante escasos para sus propias necesidades. Además, estos tres pueblos fueron regidos por hombres de la derecha con ningún sentimiento de ayuda para con respecto a los obreros. Ellos ciertamente no podían manejar los asuntos de los nuevos pueblos, de una naturaleza completamente nueva. La única solución posible fue el paternalismo de la Compañía, ejercido sobre el terreno por el director y supervisada por la dirección general en Glasgow. Fue, sin embargo, un paternalismo "Benthamista" (Jeremy Bentham, filósofo y economista inglés N.T.), tuvo que ver únicamente con la administración y gestión.  Pretendió crear condiciones razonables de vida en beneficio de los aldeanos.

La Compañía fue responsable de las calles, agua, alumbrado, limpieza, saneamiento doméstico, y la paz civil. Estas responsabilidades fueron costosas en términos monetarios, pero aún fue más el tiempo y atención dedicado por la dirección en atender las reclamaciones.

Para que le asistiera en estas tareas, la Compañía nombró a un empleado como Alcalde en cada uno de los tres centros, al que daba una paga extra. Cada cierto tiempo los Alcaldes recibían instrucciones para hacer visitas de casa en casa e informar sobre el estado de salubridad de las mismas. Además de todo esto, la Compañía impulsó los recursos propios de una sociedad liberal como la de Gran Bretaña, escuelas, una especie de seguridad social, lavaderos públicos y una biblioteca pública. De manera optimista, se abrió una caja de ahorros, aunque ni siquiera la  mayor retribución a los trabajadores hizo que se inclinaran por el ahorro. En los pueblos de la Compañía, todo aquel que no recibía directamente un salario, estaba, casi sin excepción, en situación de necesidad.

En aquella época no había seguridad social del Estado de ninguna clase, ni ninguna compensación a los trabajadores hasta 1900. En Gran Bretaña estas cuestiones acababan de comenzar con un inadecuado “Acto de Compensación de Trabajadores” (1897) y un “Acto de Pensión a la Mayor Edad” (1909). No obstante, en España se seguía la tradición que fuera la familia quien suministrara a cada individuo los medios para sus cuidados y sustento. Los vecinos de los centros de la Compañía de Tharsis, a finales del siglo XIX, tenían en general la edad de trabajar, por consiguiente, no necesitaban reclamar ninguna otra asistencia en su comunidad. Pero sí que empezaron a considerar a la  Compañía responsable en la  provisión de este mínimo elemento de bienestar social.

Los directores consideraron que no debían usar el dinero de los accionistas para todos estos propósitos, verdaderamente hubieran sido responsables ante los accionistas en los tribunales escoceses, si lo hubieran hecho. Eran muy estrictos en ser cuidadosos sobre tales asuntos: en la única ocasión en la que el “Informe Anual” contuvo alguna referencia adicional a los trabajadores, este fue criticado por un accionista, un médico, sobre un asunto que fue solucionado, pero ocupando un espacio de tiempo que debía haber sido dedicado a la discusión de la perspectiva de dividendos. Se acordó, únicamente, un sistema de caridad gratuito, administrado por el director gerente bajo la firme supervisión de la dirección general. Estaba la “Lista de Socorro”, en la que podían aparecer los que estaban heridos, o temporalmente desempleados; y la “Lista de la Peseta”, en la que estaban los nombres de unos pocos que, jubilados o enviudados, recibían con regularidad por generosidad de la Compañía una pequeñísima paga. Para mantener estas listas el director estuvo ayudado por los Alcaldes, quienes aconsejaron acerca de las necesidades.

El precio de los alimentos en los pueblos fue el más delicado y potencialmente explosivo de los problemas con los cuales la dirección tuvo que tratar. Desde el principio existió el peligro de explotación por monopolios de los productos alimenticios. La solución de la Compañía fue mantener sus propios almacenes, soportando los gastos de transporte y venta a fin de que los precios estuvieran cerca del coste real. Además, las malas cosechas podían provocar serias carencias; en tales ocasiones, fue necesario introducir un subsidio para alimentos.
 

Continuará...

jueves, 3 de octubre de 2013

LA VIDA EN LOS PUEBLOS MINEROS (1866 - 1914) 3ª Parte



 

Adicionalmente hubo, como en todas las minas, otros grupos de trabajadores que añadieron variedad a la fuerza laboral. Hubo hombres que se encargaron de mantener y trabajar con las mulas de la Compañía.

Una recua de animales espléndidamente mantenidos, que destacaron extraordinariamente con las de los campesinos. Bestias que conocían los caminos de las minas, y los límites correctos de su esfuerzo. Sabían por el número de choques detrás de ellas, cuando un vagón era acoplado a su carga por encima de su propia cuota, y rehusaban moverse hasta que no era quitado.
 
También estuvieron los conductores y fogoneros del ferrocarril de la Compañía, una especial élite de hombres, quienes condujeron los trenes de veinte o veinticinco vagones cargados con mineral hacia Corrales.

Detrás de ellos iban cuatro o cinco guardafrenos, saltando de un tambaleante y cabeceante vagón a otro, cuando el tren amenazaba con quedar fuera de control, aplicando los frenos de bloqueo de madera y provocando chirridos y humo.

Una fuente menos dramática pero más importante de accidentes, se daba en los patios de maniobra o en las operaciones de cambio de vía. El ferrocarril, de un modo u otro, provocó el mayor número de casos de accidente para los hospitales o el cementerio de la Compañía.

En la calcinación y procesos de cementación, se concentró otro grupo de hombres especializados en la construcción de las teleras y, más tarde, en la gestión del proceso de oxidación al aire libre. Hubo una gran producción de cobre por cementación.  Se agrupó el cobre, se lavó, y se prensó en cilindros o se refinó.
 
Los hombres en los talleres mantuvieron y repararon las locomotoras, el stock de rodamientos y la maquinaria de minería. Llevaron a cabo trabajos de fundición, y solucionaron las necesidades de la Compañía con la improvisación de mecanismos o maquinaria.

Finalmente estaban los empleados en las oficinas de la Compañía, y los maestros de escuela (sobre veinte en la década de 1890), quienes impartieron la mayor parte de la educación a la población.

En su tiempo libre los trabajadores de la mina iban al campo para cazar; fue una de sus actividades  recreativas favoritas, la de andar por las laderas en busca de conejos y otra caza menor, una afición útil para la dieta de la familia. Cada hombre ambicionaba tener un perro y una escopeta. Muchos lograban ambas cosas, especialmente los perforistas.

Los hombres reducían el coste de su afición a la cacería con la fabricación de sus propios cartuchos. Los pueblos se llenaron de perros, merodeando por las plazas de mercado y añadiendo el consiguiente problema de sanidad.

Muchos de los hombres estaban ansiosos por cultivar un  pedazo de tierra; se lo pidieron a la Compañía, especialmente después de que la combustión de las teleras hubiera finalizado; estos huertos les fueron concedidos. Hubo bastante consumo de alcohol, pero la Compañía, mediante el “tribunal” de la dirección, mantuvo este bajo estricto control. Se mantuvo vigilancia en otros posibles orígenes de disputa; el negociante que deseaba rifar un gallo, por ejemplo, tenía que pedir permiso. Las mujeres, adicionalmente a sus trabajos de las minas, tuvieron los niños, la Iglesia, y los chismorreos en los lavaderos de la comunidad y en el mercado.

Para las faltas contra la disciplina de la Compañía fue establecida una escala de penalizaciones. En resumen, el despido venía invariablemente después del uso de armas en una riña, de utilizar dinero falso, de emplear un nombre falso, o de insultar o amenazar a la dirección. Las disputas parece que fueron bastante generalizadas. Normalmente a los infractores se les dieron tres oportunidades, acompañadas, en este orden: por una amonestación, una multa de diez reales, una multa del doble y, a la cuarta, el despido. Esto se aplicó a problemas entre hombres o entre mujeres. Las borracheras importantes tenían la misma escala de castigos. En los casos de robos menores, la dirección requería la restauración de la propiedad robada y una explicación según  la gravedad del delito; después de esto venían las multas o el despido.

El gran día festivo en los pueblos mineros fue el de Santa Bárbara, santa patrona de mineros y de artilleros. Todavía hoy se puede observar, tanto en Tharsis como en Calañas, la imagen de la santa cuando es llevada en procesión desde la Iglesia al borde de la mina.

Antes de 1900 hubo otras celebraciones organizadas por los barreneros. En Tharsis, estos se juntaban a eso de las nueve de la mañana en algunos días festivos, llevando sus escopetas. Daban una vuelta visitando la casa de cada miembro de la dirección, disparaban una salva, aceptaban una copa del hombre al que ellos habían honrado,  disparaban otra vez  y continuaban su camino. Cuando los jefes de servicio habían sido así saludados, los perforistas hacían lo mismo con los capataces, con los supervisores, y con cualquier otra persona importante en que ellos pudieran pensar, y finalmente con sus propios amigos personales. Para las tres o las cuatro de la tarde los de los escopetazos estaban borrachos, o a punto de estarlos, con el peligro de pegarse algún tiro unos a otros.
 
En La Zarza las celebraciones fueron más tumultuosas pero menos peligrosas. Los perforistas se reunían la noche antes para preparar una cacería y un banquete. La Compañía proveía una serie de mulos con vinos, alcoholes, una buena cabra y todo lo necesario para una comida excelente. A mediodía los cazadores llegaban a la finca donde tenía lugar el banquete, y según el número de mineros presentes, ellos disparaban hasta conseguir un número suficiente de conejos con el que hacer algún guiso como segundo plato tras la cabra.

Después de la comida los mulateros cargaban las bestias con los utensilios del banquete y se los llevaban; los barreneros-cazadores iban con algunos conejos conseguidos en la cacería y se los regalaban a la dirección, devolviendo de esta forma el cumplido a la hospitalidad de la Compañía.  

Más recientemente se ha extendido la costumbre, a las minas de Huelva, de celebrar el éxito de Colón con unas hermosas festividades, Las Colombinas.
 
La mayor parte de la dirección fue escocesa, educada en el Presbiterianismo. Con una tradición completamente distinta del catolicismo de los mineros andaluces. A estos hijos e hijas de la Reforma Escocesa, la religión de los trabajadores de la mina solamente podía parecerle como las diferentes supersticiones propias de su tierra, sobre las que muchos pastores escoceses habían vertido grandes y amargas críticas. La separación entre escoceses y españoles fue casi absoluta; el doctor español proporcionó el único nexo de unión, y esto fue poco significativo.    

Hubo también, entre los escoceses, un poderoso sentido de la jerarquía y la autoridad. Fue impuesta una estricta disciplina para preservar la eficiencia contra el peligro, siempre presente, de abusar de la relajación.

Aquellos que caían en la embriaguez o en el desaliño, no recibían la simpatía del director, sino que eran expulsados. Tenían bastantes problemas si se daban estas circunstancias, pues si el empleado no se identificaba con la Compañía, y no se autoimponía la disciplina para cambiar su comportamiento, las posibilidades de volver eran escasas.  

La mayoría de los escoceses tomaron poco interés intelectual por España o sus gentes, en parte, sin duda, esto se debió al hecho de que ellos dedicaron poco tiempo de sus vidas al contacto con los grandes centros culturales de España, aunque bien es verdad, que los pueblos mineros estaban poblados por gentes que habían cortado sus raíces tradicionales. Un directivo de alta categoría cruzó la barrera cultural y desposó a una muchacha del pueblo. Pronto descubrió por si mismo lo imposible de conservar la disciplina para él, y especialmente para sus subordinados, que le fueron incordiando con solicitudes de los familiares y demás parientes de ella para tener un trato especial; pero pronto fue  obligado a renunciar.

En este estado de aislamiento, la vida dentro una diminuta comunidad Británica de unas cincuenta personas esparcidas entre los tres centros, estuvo siempre en peligro de caer en el hastío. Un médico, refugiado en la excentricidad, mantuvo un búho y un jabalí salvaje. Otro, sobre 1875, mostró su desprecio hacia la nueva Lista de métodos antisépticos, dejando el envío de ácido carbónico enviado desde Glasgow, intacto durante años.  
 
La dirección de Glasgow envió un sacerdote presbiteriano una vez al año para restaurar a la comunidad escocesa en la perspectiva de los asuntos temporales y espirituales. Este buen hombre estaba muy cerca de caer muerto ante la cantidad de “malos actos” cometidos  durante su ausencia. A veces escribía a los directores en Glasgow en untuosos términos acerca de la salud espiritual de la comunidad.

Continuará...